miércoles, 25 de mayo de 2016

REFUGIADOS...



Resultado de imagen de refugiados sirios
Hace tres semanas que llegué al campañento. Hace dos que se supone que debería haberme marchado de él. Al menos eso es lo que afirmaron los europeos que gestionaban el campamento. Cuando llegué aquí huyendo de la guerra, cansada por el largo camino, muerta de hambre y enferma, se acercaron a mí con mantas, comida, medicinas y la promesa de un hogar.


No confio en ellos. Los demás refugiados insisten en que debería ser más amable, que ellos nos ayudan y que así ningún país me aceptará.

Ellos los creen, aceptan las tiendas de campaña con gusto después de haber estado sin ningún sitio en el que dormir aparte del suelo, se aferran a sus promesas de una casa en un lugar estable, en el que puedas dormir tranquilo por las noches sin miedo a morir en cualquier momento, sin que el sonido de gritos armas y bombas te impida cerrar los ojos y descansar.

Pero yo se que mienten, que están llenos de promesas vacías. Yo veo cómo nunca te miran directamente a los ojos cuando nos hablan, yo oigo los susurros que los demás no quieren oír.

Llevo mucho tiempo, demasiado, cuidando de mi misma, desconfiando de todo y de todos, se esconderme y guardar silencio cuando lo necesito. Por eso se que muchos países se han negado a aceptarnos. Sí, esos países que tanto presumen de su libertad, de su igualdad, de cómo todos tenemos derechos. Derecho a vivir, derecho al refugio. Esos países que ahora se limitan a pagar a otros para que se ocupen de ese problema que quieren barrer bajo la alfombra mientras se tapan los ojos e intentan olvidarnos.

Puedes verlo cuando los días se convierten en semanas y las semanas en meses y aún permanecemos aquí, lo puedes ver en cómo las provisiones van desapareciendo, en cómo cada vez hay menos espacio y recursos.

Las personas que antes estaban llenas de esperanza, que pensaban que tendrían algo mejor después de todo el sufrimiento y el dolor, están empezando a sucumbir al cansancio y a la amargura y esos sentimientos de alegría se van convirtiendo en rencor, ira y desesperación.

Y es tan difícil aferrarse a la esperanza cuando has pasado por tanto, ¿cuántas veces puedes pisotear a alguien sin que éste acabe hundido en el odio?

Estamos hartos, hartos de ser tratados como asesinos y violadores por algunos países, y como una obra benéfica por otros. El tiempo, al igual que los soldados no conoce la piedad, y no se detiene para nadie. Mucho menos para nosotros los desechos de la humanidad.

Nuestra situación, nuestras vidas, nuestro futuro, pende de un hilo. Nunca hemos tenido la oportunidad de decidir, nosotros no elegimos esta guerra, no elegimos venir aquí, las circunstancias lo hicieron por nosotros y todavía… todavía no somos libres, seguimos dependiendo de terceros para decidir cómo vivir nuestra vida. Estamos completamente a merced de otros países, de otras personas, muchas de ellas nos odian sin siquiera conocernos, muchos de ellos nos desean la muerte.

Pierdes las ganas de vivir, te planteas si vale la pena seguir con una vida de miseria, si no estarás mejor en el otro lado. Pero sigues luchando, porque es lo que somos supervivientes y aunque quisiésemos, no sabemos cómo rendirnos. Supongo que somos demasiado obstinados, o simplemente estamos demasiado arraigados a la vida que no queremos dejarla sin luchar. Tal vez luchamos por sobrevivir porque no hemos podido hacer nada por nuestro país o situación, quizás nuestra vida es lo único que nos queda. Y lo único que no nos vamos a resignar a perder nunca.

María Moreno Corvillo (4º ESO)